Una pequeña historia

Aunque mi paso es rápido, siento frío en las piernas. La noche me ha cazado a traición, en esa clase de traición que sólo el invierno puede hacer. Lechuzas cercanas y perros lejanos se cuentan sus cosas. En colinas pronunciadas aldeas de cuatro casas encienden tres farolas. Al pasar una curva veo una tímida luna que se asoma entre viejos robles, sacando de su chistera de maga los primeros diamantes, bautizados con el nombre de estrellas.

Y de repente aparece. Un zorro. Me separan de él no más de cincuenta metros. Me observa curioso pero relajado. Me detengo. Tengo la estúpida sensación de que me está esperando. Descarto mi cámara. Prefiero disfrutarlo, con su larga cola naranja, su pecho orgulloso, sus ojos clavados en mí. Doy un paso. Otro. Otro. No se va. Sigue en mi camino. Vuelvo a pararme a una distancia ya increíble. Me regala su belleza y es consciente de ella. Me quedo quieto unos largos minutos. Sigue sin inmutarse. Los dos estamos serenos. Relaja su cuello corto y se hace el despistado, pero sabe de mí hasta el signo del zodiaco. Y en la primera  mísera intención de dar un  paso más desaparece para siempre.

La magia tan extraña de ese momento vuelve a mí de vez en cuando, y si un bosque me atrapa en la noche, pienso que me está vigilando.

 Fraga de Reigadas. Noviembre de 2012.